Alicia Martín López
Se marchó una primavera con apenas
veinte años. Crecimos rodeados de sueños e ilusiones, las cuales iban
atenuándose conforme cumplíamos años. Creía que nos pasaba a los dos, pero
estaba en un error. Mi hermana nunca dejó de creer. Mientras los desengaños
caían sobre mi espalda como lasas pesadas haciendo, en ocasiones huraño, Ana
animaba mi corazón con su tierna sonrisa, quitando importancia a las cosas
vanas que ocurrían con un optimismo fuera de lo común. Era única para dar alas
a los demás.
Ahora, ha dejado un vacío
imborrable. Pero sé que me acompaña y allí, a lo lejos, encontraré nuestro
valle. Solíamos imaginar un espacio verde custodiado por las montañas en donde
lo salvaje aflorara y pudiera respirarse aire fresco.
¡Crunch!
¡Crunch! ¡Crunch! He de llegar, queda poco. ¿Cómo podría esquivar la mano huesuda
de lo oscuro? ¡Agua! Agua cristalina… estoy cerca. Rememoro la imagen de mi compañera. Esos
ensortijados cabellos y ese constante mirar al horizonte, abren una puerta que
pensé cerrada. Continúo. Exhausto, detengo la andanza, he cruzado la frontera.
El chirriante sonido queda atrás. Ante mí, el arrebol de la mañana ilumina el
despertar de un nuevo día.